Despierto demasiado temprano, cosas del jet lag, supongo, y pongo la radio. Sin buscar nada, me aparece una emisora que dicen pinchar “Alternative Rock”. En media hora se suceden hits de finales de los 90’s, de Foo Fighters, RATM, Weezer, Hole, Beastie Boys o Garbage, lo cual me recuerda en qué país estoy. Ok, obviamente en Estados Unidos no es todo rock, también hay mucha cutrez, pero sin duda, el rock forma parte de la cotidianidad.
Hoy el plan se inicia con una suerte de visita guiada a la ciudad. Un fulano nos debe recoger a primera hora y durante tres horas, nos paseará por los puntos más típicos, lo cual, y dadas las distancias, no está mal, como mínimo para hacerse una composición del lugar, y para poder moverse después por él. El guía resulta ser un argentino bastante desastrado y que tiene un pie con un vendaje compresivo, lo que no me da mucha confianza a la conducción. Lo mejor de este tío fueron las explicaciones al pasar por la calle Castro y el barrio gay, con perlas como “bueno, no se piensen que sólo viven homosexuales, también vive gente normal” y “pero no se preocupen, no se meten con nadie, y ustedes pueden pasear tranquilos”... Llegado a este punto, no puedo evitar recordar el episodio de Los Simpson en el que Homer, Smithers y Burns acaban en Cuba. Fidel Castro está al borde de llamar a la Casa Blanca para expresar su rendición (“camaradas, estamos en la más ruín ruina”) y les dice a su subordinados “pero si los americanos no son tan maaaalos, incluso le han puesto mi nombre a una calle de San Francisco”. El subordinado le susurra algo y Castro dice “la calle está llena de mariQUEEEÉ?”. No, el Castro de la calle no tiene nada que ver con el cubano. Por cierto, que esos días se celebra una especie de convención de sado gay y no es extraño toparte en algún punto de la ciudad, con total naturalidad, con asistentes a la misma vestidos con sus mejores galas. Por la tarde me topo, pues coge el metro conmigo, con un tipo que va vestido con un minishort de cuero negro, una camiseta sin mangas rasgada, del mismo color y material y unas botas Doc. Martin’s. De esta guisa se paseaba, sin mayor aspaviento por parte de sus conciudadanos. De modo que efectivamente, parece que San Francisco es una pequeña isla de libertad en un país de lo más cuadriculado.
El dicho popular es que San Francisco es la más europea de las ciudades californianas, y no se equivoca demasiado, a excepción de las distancias, enormes. El transporte público es bastante caótico. Cuenta con unas líneas de autobuses, otras de tranvía, que sin ser el tranvía decimonónico que se mantiene para los turistas, es demasiado cercano a un transporte de los 50’s, y una suerte de tren ligero a medio camino entre un metro y un tren de cercanías. Pero aunque insuficiente, es necesario, porque en gran medida, las calles de San Francisco son como en las series, cuestas de pendientes imposibles por toda la ciudad, que hacen de cualquier paseo un rompepiernas.
Me acerco al puerto, el famoso Pier 39, donde más que en ningún sitio se puede constatar que en esta ciudad hay un microclima que hace necesaria una chaquetita, aunque sea finales de septiembre. Allí disfruto de una comida en un bar típicamente 50’s, Johnny Rocket’s, con clásicos del rock’n roll y el soul sonando y camareros de blanco y con gorrito, lo cual me lleva de golpe al bar de “Regreso al Futuro”. Y para mí, que soy un mitómano sin remedio, comer una hamburguesa en un sitio así, ya tiene su aquél. En este puerto es donde están los famosos leones marinos de San Francisco, y a decir verdad, tienen su gracia durante cinco minutos, hasta que uno acaba harto de sus gritos (venga, todo el mundo ha imitado el sonido de una foca alguna vez!!) y del pestazo que emiten.
Allí también me hago con un ejemplar del San Francisco Bay Guardian, un periódico gratuito donde se publican las actividades principales de la semana. Voy con la esperanza de pillar un buen concierto, pero no estoy de suerte. Perry Farrell actúa al día siguiente de marcharme, y tres días más tarde, The Black Crowes y The Cure. Esos días todo parece absorbido por una especie de festival de techno. No dejan de llamarme la atención los expendedores de prensa, gratuita o de pago, que se encuentran en la calle. Puedo llegar a la triste conclusión de que en Barcelona un expendedor de prensa así no duraría ni cinco minutos sin ser quemado destrozado o utilizado como meadero. Pero es que los americanos parecen ser gente que respeta las normas. Las tiendas son una tentación para cualquier cleptómano. La gente deja sus bolsas en el asiento, y se levanta a tirar un papel. Pequeñas cosas que a un habitante de la Celtiberia ni se le ocurrirían. Por otra parte, constato la extremada amabilidad del personal de cara al público. Los camareros son asquerosamente atentos, y cada diez minutos se acercan a tu mesa con un “is everything ok?”. Por supuesto, lo que buscan es una propina más alta. Sin embargo, a mí ya me vale. Lo mismo se puede decir de los dependientes de las tiendas. En fin, que viniendo de una ciudad en la que un dependiente de una tienda generalmente apenas mira al cliente para cobrarle, se agradece toparse con gente atenta y amable, a veces incluso demasiado. Me compro una copia del “Hair of the Dog” de Nazareth en Rasputin Records, una curiosa tienda de discos de tres plantas, pero que no es un megastore frío como puede ser FNAC. El precio no está nada mal.
Acabo cenando en un italiano, en el barrio de italianos de San Francisco, North Beach. Allí aprovecho para observar al público, especialmente pintoresco el compuesto por grupos de cuarentones y cuarentonas (grupos de hombres solamente o de mujeres). A mi lado hay un grupo de cuarentonas que no dejan de hablar a voz en grito. Al volver del baño, veo que a la que tengo más cerca de mí se le ha caído la chaqueta que tenía colgada en el respaldo de la silla. Haciendo la buena obra del día, la recojo y se la doy, interrumpiendo su animada conversación. La cara de entre pánico y asco que por segundos me ofrece la dueña de la chaqueta me muestra que esa amabilidad americana se queda sólo en los negocios, y me arrepiento de no haberla pisoteado al volver.
El cambio horario y la comida basura comienza a hacer mella en mis intestinos. El agotamiento de todo el día caminando y el jet lag me llevan a arrastrarme hacia el hotel. De North Beach al hotel hay sólo unas cinco manzanas, pero esas pendientes inhumanas me cuestan tanto como el Tourmalet. Al llegar al hall, el botones de ayer me saluda de un modo ampulosamente amable. Es su manera de recordarme que le debo una propina. Sigo sin dejarle nada.
Canciones:
Oasis: "Roll With It"
Iggy Pop: "Sixteen"
Luis Eduardo Aute: "Al Alba"
6 comentarios:
Bueno, veo que en san Francisco no han cambiado tanto las cosas eh! ;)
Me ha encantado la foto de la coca cola que te tomaste! con la hamburguesa... la coca era con batido de vainilla? :P
Un beso kar!!!!
Cola Float? Cola con helado de vainilla?
Prueba la coke classic y dime si cambia mucho respecto a la "europea"
Por cierto, añadido a nuestro blog.
va de coca-cola la cosa... no, no fue con helado/batido de vainilla, pero eso saldrá más adelante en el relato... en cuanto a la coke classic y la coke europea, efectivamente, hay diferencia, y para mi gusto, es muy clara... yo prefiero la europea, la coke classic es más dulce y da la sensación de tener "menos gas" que la europea. Un honor ser añadido a su blog, pero tunante, eso se avisa!! que no sabía yo que el maestro del hades tenía un blog!!
O sea, que sigues con comida basura?
Esto no puede ser!
welcome back!
Debe ser por la adolescencia, pero esos bares 50 y la coca cola de vainilla me recuerdan a la escena de Pulp Fictin en la que Travolta y la mia se van a comer unas hamburguesas.
Debe ser curioso
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