Había una vez un país en el que reinaba un rey con una tétrica clarividencia: cada vez que en un discurso se congratulaba por alguna situación del reino, ésta se tornaba más complicada. Comentaba que las cosechas habían sido espléndidas, y de pronto una plaga acababa con ellas. Hablaba de las buenas relaciones con el reino vecino, y acto seguido éste iniciaba hostilidades en la frontera. Proclamaba una época de grandes infraestructuras y al día siguiente se desplomaba el torreón norte. De modo que los nobles y el obispado se reunieron y le recomendaron no tratar ninguna noticia positiva en sus discursos, no fuera a ser que ésta se torciera. Y así llegó un día grande, todo el pueblo estaba en la plaza real esperando que su monarca diera el discurso de rigor. Pero esta vez el discurso fue muy serio. Todo fueron malas noticias. El tono fue gris. La corte esperó horas alarmada, pero al día siguiente respiró aliviada al ver que ninguna desgracia había ocurrido. Sin embargo, esa temporada el pueblo estaba alicaído, preocupado por las malas noticias que su señor había dado. Los labriegos comenzaron a abandonar los campos en busca de una tierra con un futuro más próspero del que su rey les pintaba, los marinos se negaban a embarcar y los artesanos ya no producían con ahínco. La corte se reunió de nuevo. Tener al pueblo sumido en esa preocupación no era positivo, así que conminaron al monarca a volver a hacer alarde de alguna situación positiva en su siguiente discurso, y así lo hizo, hablando de los nuevos navíos que sin duda darían un empuje a las transacciones comerciales con ultramar. A la semana siguiente los barcos eran atacados por piratas. La corte se reunió de nuevo. ¿Qué hacer? Si los discursos eran esperanzadores, algo malo pasaba. Si los discursos pronosticaban nubarrones, el pueblo se preocupaba. Así que decidieron que ese año, el rey no haría su tradicional discurso de fin de año. Sin discurso no habría problemas, pensaban. Y así fue. Todo el pueblo esperaba oír las palabras de su rey ese 31 de diciembre, pero simplemente se limitó a saludar con la mano desde su balcón. Y pasaron la festividad del corpus, y el día grande de la nación, todos ellos sin discurso real. La economía estaba boyante, mejor que nunca, el pueblo trabajaba duro y las infraestructuras crecían, sin la amenaza gafe de su mandatario. Y llegó el 31 de diciembre otra vez. Y los mayordomos reales buscaron al monarca, para prepararle, debía salir, un año más, a saludar, solamente, desde su balcón. Pero no le encontraron. Buscaron por todo palacio, infructuosamente. Se había marchado. Tan sólo había dejado una nota: “¿de qué sirve un rey que no habla?”.
4 comentarios:
Mmmm... no me hagas ilusiones anda... jajajja
besos
Otros hacen sus discursos el 24 de diciembre, y su discurso resulta se repite con leves variaciones y el mismo resultado. Viva la República.
que no se le busque connotaciones políticas, la cosa es más chapucera que todo eso (aunque si el juancarlos se marchara nos haría a todos un favor, ciertamente)... de hecho la "inspiración" me vino cuando escuché que ayer fue un día con grandísima afluencia de inmigrantes precísamente cuando el presidente zapatero hablaba en un discurso de los buenos resultados que habían dado las medidas de vigilancia y contención (y que, de hecho, habían estado dando hasta entonces).
pues a pesar de que no tuvieras esa intención, me parece que es muy difícil no encontrar connotaciones políticas al cuento. Es que parece que denuncias la falta de utilidad de las monarquías constitucionales.
Aunque en tu relato el rey tiene la decencia de irse al resultar inútil, y en las monarquías europeas eso resulta impensable.
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